jueves, 24 de diciembre de 2009

Para Navidad vuelve.

He vuelto a aquella carretera donde te vi la última vez.A decir verdad, te veo cada día, cada momento en que cierro los ojos, aquí estás tú pero te vas, te vas cuando los vuelvo a abrir.
La calle estaba congelada a causa del frío, como las lágrimas que lloro por ti en cada recuerdo. No imaginas cómo duelen.
Todos estábamos esperándote. Tendrías que haber visto a la abuela, estaba emocionadísima. No paraba de preguntar cuándo ibas a llegar. El abuelo también aunque ponía la escusa de que tenía hambre, pero yo sé que para él eran las mejores navidades de todas. Por fin, ibámos a estar un año todos juntos.
Entonces nos llamaste. Todo el mundo se alegraba por poder escucharte decir que llegarías dentro de poco, que ibas tan rápido como podías. Nadie pensó que eso era demasiado rápido.
Aquel momento en que tu voz dejó de escucharse para dar paso a un sonoro choque fue el peor momento de mi vida. Mamá tenía el móvil en la mano y no paraba de gritar tu nombre, una y otra vez. Nada, no había respuesta. Papá, apoyado contra la pared, se llevó las manos a la cabeza y dejándose caer, empezó a llorar. El tío Ricardo, el que siempre contaba aquellos chistes tan malos en las cenas, nunca ha vuelto a ser el mismo. Intentaba tranquilizar a la abuela que se desacía en sollozos. Era imposible sujetarla. Rezaba, gritaba, maldecía. Toda su creencia en Dios se desvaneció en aquel mismo instante. Quién te crees tú para hacernos esto, qué te hemos hecho nosotros, gritaba una y otra vez. El abuelo seguía sentado en su sitio de siempre mirando a la nada, a ningún punto fijo. Si en aquel momento me hubiese fijado más, estoy seguro de que el abuelo estaba viéndote a ti, bajo la chatarra que quedaba del coche, pidiéndote disculpas y llorando, como lloraba aquella noche, diciéndote que siempre estuvo orgulloso de ti y que cada año, en noche buena, te guardaba a ti la silla más cercana a él, aunque nunca lo admitió.
Lágrimas. Lágrimas y llantos era lo único que inundó aquella habitación. Todo el mundo se intentaba consolar, había un estado de shock general en el que el tiempo se detuvo por unos minutos hasta que un policía llamó a casa para dar, con toda la delicadeza posible, la mala noticia que todos se esperaban pero nadie quería escuchar. Desde entonces han pasado diez lagos años. Cuando pasó todo aquello, yo tan sólo tenía seis y no entendía muy bien que estaba ocurriendo. Por qué todo el mundo lloraba después de hablar contigo. Por qué no contestabas a los gritos de mamá. Me enfadé mucho contigo, habías hecho llorar a la familia en las mejores navidades de todas. Me propuse, para cuando llegaras, no abrazarte como castigo. Pero en seguida me abrazó papá, llorando. Nunca había visto a papá tan triste, tu hermano no vendrá hoy a cenar hijo, me dijo. Por qué, qué ha hecho. Me miró y secándose las lágrimas intentó sonreír, qué mayor te has hecho, contestó. No entendí su reacción. Supongo que para tener que contarme lo sucedido primero debió de verme como un hombre, tal vez no quería hacerme daño, aquella noche yo estaba muy feliz y a lo mejor el pensó que por esa noche podría seguir siendo un niño y mañana sería otro día. Fuera por lo que fuera, siempre he pensado que tomó una gran decisión.
Pero todo cambió cuando te vi en el hospital, estabas callado y muy pálido, lleno de sangre y venas. Me acerqué corriendo hacia la camilla en la que descansaba tu cuerpo muerto y empecé a gritarte, pero tú no querías despertar. Estaba verdaderamente enfadado contigo, aún así, no comprendía por qué no me decías nada. Entonces papá, entre lágrimas, me cogió sobre los hombros y se agachó a mi altura. Mira a mamá, me ordenó. Estaba en el suelo llorando, como toda la familia, y gritando, no se le entendía nada. Ni el tío Ricardo podía sujetarla. Volví a mirar a papá, intentaba no llorar, ser fuerte. Pero no podía. Se quedó mirándome fíjamente durante unos segundos, callado, pero su mirada no paraba de hablarme. La desvió un momento hacia tu camilla y volvió a mirarme, apretó con fuerza sus manos sobre mis hombros, como si me la quisiera transmitir, y no pudo parar aquel mar de lágrimas mientras me balbuceó: hoy más que nunca tienes que demostrar que eres el hombre en que te estás convirtiéndo, hoy, mamá nos necesita más que nunca. Acto seguido, asentí intentando contener las lágrimas y me abrazó fuertemente. Ya no pude dejar de llorar. Entonces lo comprendí todo. Tu llamada, las mejores navidades, la distracción, el accidente, los gritos, los llantos, la abuela desvanecida, el hospital...y luego tú. Tu cuerpo tendido en aquella camilla ensangrentada.
Ya han pasado diez años de todo aquello. Y como cada nochebuena vengo a dejarte el mismo regalo que tenía preparado para aquel año donde tú dejaste la vida. Se trata de aquella foto que nos hicimos los dos juntos para el cumpleaños de mamá, todos los años le pongo un marco distinto pero llamativo. Cada año espero que alguien lo encuentre y se lo lleve. Detrás de la foto hay escrito lo que no me dio tiempo a decirte. Si no lo haces por ti, hazlo por quien te está esperando. Lo importante es llegar.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Odio.

Odio el humo de los bares, el estar tan lejos de ti teniéndote delante

Los abrazos a distancia

Y tus besos, con los cuales intentas romper tu ausencia de deseo

Me entristecen los semáforos en rojo

Ver tu figura diciéndome adiós a través de la ventanilla, mojada por la lluvia

Aunque afuera no llueva

Girarme, y verte mirar a través de tu ventana

Quién sabe, a lo mejor me ves llorando

Pero tú no. Tú sonríes.

Los atascos, ahora son más lentos

Cada línea recta me recuerda a ti, cada línea curva es una noche contigo.

Cada flor que habita en el jardín, cada rincón de mi casa.

El subir los escalones, bajarlos.

Todo paso entorpecido por el eco de mi avance.

No hay un sillón que no huela a tu perfume.

Tu lado de la cama, no me atrevo a quitarle las arrugas.

Puedo imaginar verte pasear desnuda por el pasillo.

Lo bien que te quedaban mis camisas sin nada debajo. Mejor todavía cuando no llevabas nada.

Puedo sentir el olor de tu cuerpo después de una noche de sexo.

Puedo verte salir de la ducha con esa delicadeza que sólo tú tenías.

Volver a sentir tus labios acariciándome la espalda.

Volver a sentir tus abrazos, tu pecho desnudo sobre mi tripa mientras escuchas los latidos de mi corazón.

Los que latían por ti, los que ahora ya no laten.

Ahora sé que todo eso es imposible.

Ahora sé que ya nada será lo mismo.

Ya nadie pasea por la casa, excepto mis recuerdos.

Ya no me tumbo en la cama mientras te escucho en la bañera, mientras imagino ser cada gota que desciende de tu cuerpo desnudo.

Ya no hay noches de lujuria. Mi casa, ya no huele a ti, sino a tu pasado.

Ya no siento caricias, sólo heridas abiertas.

Mis camisas, ahora, se aburren en aquel cajón olvidado.

De donde yo provengo, donde nadie me conoce, y todos me odian.

De donde yo me odio.

De donde yo te odio.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Cuerpo y Alma

Muerte. Trágico es el final que nos depara el destino. Pero no sólo en cuerpo, sino en alma. A lo largo de la historia, diferentes religiones, culturas y filosofías han atribuido- no en todos los casos pero si en la mayoría- al alma el poder de la inmortalidad. El alma como aquello eterno. Lo que perdura tras la muerte, todo lo inmaterial de nuestro ser. Todo lo que no llegamos a entender, lo más puro del ser, todos nuestros sentimientos. La subjetividad de nuestro yo permanecerá junto al alma tras la muerte, pues será quien nos la arrebate. Pues será la encargada de la perpetuidad de nuestra esencia, de nuestros recuerdos. De nuestro dolor.

Dicen que la cara es el espejo del alma, pero ¿de qué es espejo el alma? ¿De nuestro cuerpo? El cuerpo es la herramienta que utiliza nuestra alma para comunicarse. Nuestros pensamientos salen del alma mediante códigos que el cuerpo utiliza. Pero si el alma representa la pureza de nuestro ser, el cuerpo representa lo deshonesto, lo vulgar, lo mezquino. Luego, el cuerpo es quien miente, quien tiene la última voluntad de expresarse de una forma u otra. Los prejuicios forman parte del cuerpo. El orgullo, el mirar por encima del hombro a otros seres distintos a nosotros, pues todos somos diferentes. Todo eso lo decide el cuerpo.

Nos creemos mejores que otras personas sólo porque actúan de una forma distinta a nosotros. Creemos ser los más listos, los más rápidos, los más bondadosos. El cuerpo hace que creamos que nadie es mejor que nosotros, que todos son inferiores, cuando, lo cierto, es que todos somos la misma materia orgánica en descomposición que tarde o temprano abandonará este estúpido mundo que nosotros mismos hemos creado de esa forma. Nos gusta comportarnos así porque el cuerpo nos engaña y evita que, por un instante, reflexionemos sobre nosotros mismos y contemplemos el propio fallo de nuestra mierda danzante. El cuerpo nos impide ver lo egoístas que somos. Nos engaña. Nos hace ver lo deprimentes que son ellos y lo espectaculares que somos nosotros. Damos pena.

Pero el alma no. Nuestro cuerpo es nada en comparación con la eternidad de nuestra alma. El alma es limpia. El alma es pura, no nos miente. Cuando morimos, nuestro egoísmo desaparece. Permanecen todos los buenos recuerdos, también muchos recuerdos dolorosos, pues éstos llegan de recuerdos bonitos. Amar es el empiece de la palabra amargura, decía aquella canción. Pues sí, lo es. Y por eso mismo muchos de nuestros malos recuerdos llegan de, incluso, los mejores momentos de nuestra vida.

Nuestra alma se encarga de mantener vivos tras nuestra muerte esos momentos en la mente y corazones de nuestros seres queridos. Tras la muerte, el cuerpo se pudre poco a poco con todo lo deshonesto que lo formaba mientras que lo mejor de nosotros queda dentro de nuestros familiares y amigos. A su vez, el alma vuela libremente con toda la pureza que queda guardada para la eternidad. Será por eso que dicen que cuando morimos pasamos a un mundo mejor. Es una lástima que tengamos que morir para descubrir ese mundo. Si todos fuéramos un poco, tan sólo un poco, más humildes con nosotros mismos y con el prójimo no necesitaríamos el cielo, ya viviríamos en él.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

7 vidas tiene un gato.

Ven, acércate.
Ya no recordaba la silueta de tu cuerpo, por favor, siéntate.
No te preocupes por la temperatura del suelo, nuestra llama lo mantendrá caliente.
Volver a ver tu sonrisa, se me hace extraño.
Abre bien los ojos.
Yo cerraré los míos, para verte otra vez.
Ahora ciérralos tú, dime qué ves.
Cógeme la mano, siente la fina textura de mi piel, como hacíamos antes.
Cuando nos sentíamos. Cuando nos abrazábamos. Cuando éramos nosotros.
Cuando éramos uno solo.
Apriétala fuerte.
Suéltala. No te asustes.
Es extraño, el suelo sigue frío.
Te llego a tocar, pero te veo distante. Como si te fueras
Como si no quisieras regresar.
Por qué te vas. No te entiendo.
Las paredes parecen congelarse.
Mis manos se mojan. Empieza a llover.
Afuera hay un sol radiante.
No puedo más, el suelo cada vez está más frío.



Recuerdas nuestro último día?
Desde entonces ando por los callejones,
Tengo miedo a las grandes avenidas
Donde pasea mucha gente ajena a mí
Donde me puedo cruzar con tus ojos, otra vez.
Prefiero la oscuridad a toparme con la luz de tu sonrisa
La que iluminaba mis mañanas frías
La que ahora ya no sonríe cuando me ve,
Porque prefiere no verme
La que ya no me acaricia. Sólo señala.
La que prometió un día serme fiel
La que mintió.
Yo todavía lo recuerdo
Pensaba que lo tenía olvidado.

martes, 6 de octubre de 2009

Siglo XXI

Fuera se escucha el cantar de los pájaros, debe de haber salido un día maravilloso. Hay familias que han decidido ir a pasar el día al campo con sus hijos. En casa, una niña pequeña de apenas seis años está llorando. Se protege dentro de sus sábanas, agarrada a sus rodillas. Con fuerza. En el piso de abajo alguien está gritando. Papá hoy no ha ido a trabajar y sus gritos no se le entienden bien. Lo mismo pasa con la voz de mamá, vacila demasiado al hablar. Parece asustada.
La pequeña hija no puede aguantar más ese alboroto así que se decide a bajar. Amarrada a su pequeño oso -un peluche que siempre recordará días mejores- se detiene a mitad escalera. Algo le impide seguir, no se atreve. Los gritos no han dejado de cesar, aunque ahora se escuchan más los de mamá. Entre lágrimas y sollozos pide compasión. Papá la insulta. De repente se escucha un cuerpo recibiendo un golpe. Mamá grita. No puede más. Está apoyada contra el mármol de la encimera, llorando, sangrando. Atónita, en la cara de la hija no paran de cesar lágrimas. Cada una por golpe que recibe mamá y no son pocas sus lágrimas.
Mamá ya no puede más. Ya no grita, sólo recibe y llora mientras pide clemencia. Arrodillada y con la cara llena de cardenales. Otro golpe más. Y otro. Y otro. Y…silencio.
Fuera, los pájaros siguen cantando. El sol está radiante, ninguna nube. Idílico día para pasarlo en el campo toda la familia. Unos están tumbados en el césped, otros jugando a la pelota con su padre. Algunos ríen, otros no. Pero todos son felices.
Dentro no se escucha ni un alma. Un silencio de un minuto. Larguísimo. La niña sigue posada a mitad escalera, aferrada a su oso. Protegiéndolo. En la cocina, un llanto rompe el silencio. Papá llora. Arrodillado frente al cadáver de su esposa. Nunca había visto tanta sangre. Sus puños están doloridos. Sus manos, ensangrentadas.
La pequeña ha llegado hasta la cocina, se preguntaba por qué lloraba papá. El peluche empieza a coger frío, el suelo de la cocina está demasiado helado y su protectora ha quedado paralizada en el umbral de la puerta. No tiene fuerzas para sostenerlo. Algo en su interior no lo entiende. Por qué está tumbada mamá en el suelo. Qué es eso que parece pintura. Papá no sabe qué contestarle. Nunca había visto en él esa expresión. Parece asustado, pero no es una expresión de miedo. No sabe qué hacer, entonces ve el teléfono y mira a su hija. Preciosa. Cada día se parece más a su madre.
Su abuela vive al final de la calle así que le ordena que se dirija hacia allí, que esté tranquila, que luego acudirá él.
Fuera ya no cantan los pájaros para la niña, parece que el sol también esté asustado y se avecine una tormenta. Los demás niños le son indiferentes, es como si se hubieran puesto todos tristes de repente.
Papá marca el número de la policía. No tardarán mucho, mira su reloj: el tren llegará a la estación dentro de 9 minutos. Si corre, llegará a tiempo. Vuelve a mirar a su esposa, la ha matado. Tres años maltratándola y nunca ha dicho nada a nadie. Siempre ha dado su vida por él y él se la ha arrebatado. Primero fue el alma aquella primera noche y hoy su cuerpo. Las lágrimas le queman la cara, lo siento cariño.
La puerta de casa se abre. Dentro ya no queda nada. Fuera, millones de vidas siguen haciendo lo mismo que llevaban haciendo veinte minutos antes. Menos una niña de apenas seis años que corre a casa de su abuela. Hoy ha perdido una madre.
Por la noche, la televisión muestra una anciana llorando sin ser capaz de pronunciar palabras. En sus brazos una pequeña niña agarrada fuertemente a un oso de peluche. A continuación, la noticia viene desde la estación de trenes: ésta queda temporalmente desconectada a causa de un suicidio.
Papá también se ha ido.

Sólo hay una cosa buena de inventarse y escribir este tipo de historias. Eso mismo, que son inventadas y sabemos que no ha pasado de verdad.
Desgraciadamente y en el siglo que vivimos, ésta podría haber sido real.

martes, 22 de septiembre de 2009

Fuego y cenizas.

Aún recuerdo la textura de su mano rozando la mía.
Cuando paseábamos por aquellas calles que parecían haberse hecho para nosotros dos. Para dos enamorados.
El sol brillaba con más fuerza cuando ella sonreía.
Sé que si las plantas pudieran elegir, se quedarían con sus grandes ojos llenos de bondad para alimentase.
Que la otra cara de la luna se moría de envidia de su otra cara porque, de las dos, era la única que la podía ver pasear por la noche.
Que incluso cuando ella gritaba, la mejor melodía parecía ruido.
Cómo olvidarla.
Cómo olvidar un paraíso. Quién puede olvidar un paraíso. Nadie puede.
Pues cómo olvidar un paraíso terrenal.
Si un beso suyo me llevaba a lo más hondo de la locura…
imagínense lo otro.
Cómo olvidar las noches de lujuria, sus piernas, sus manos.
Su arte para hacerme temblar,
y que me guste.
Sus caprichosos labios. Su figura en la ventana a la luz de la luna.
No me piden que la olvide.
Su copa de vino manchada de carmín.
Porque no podría olvidarla.
Aquellas botellas de vino vacías en el suelo, aquellos juegos en la alfombra.
Aquel descifrar cada centímetro de su cuerpo bronceado. Y el no tan bronceado.
Aquel encontrar nuevos puntos de excitación.
Como aquel abrazo eterno tras conocer el séptimo cielo.
Cómo olvidarla.
No me pueden pedir que la olvide. Por mucho que me duela recordarla,
sé que olvidarla me dolería más.
Sin ella, el día no tenía sentido.
Cómo una cama vacía, como un Dios sin religión, como un desierto sin arena, como una playa sin sirena.
Mi sirena.
A su lado, la noche era mágica.
Ni su reflejo en las estrellas era tan bello como su sonrisa.
Cómo olvidarla.
Cómo no amarla.
Si cuando ella hablaba, los filósofos callaban y toda teoría quedaba reducida al silencio de nuestros besos.
A la locura del deseo.
Al encender de cada chimenea.
A las brasas, que volvieron a prende aquel fuego intenso. Como nuestro amor, que, igual que el fuego, ella sola lo apagó.
Cómo olvidarla.
Si de donde fuego hubo, cenizas quedan.

jueves, 3 de septiembre de 2009

El Ayer

Oscuridad. Sólo oscuridad. No había nada más en aquella enorme casa. Aunque más que una casa parecía una catedral separada del resto del mundo en la que todo lo malo salía de aquellas habitaciones. Cuando desperté, me encontraba en el suelo a medio metro de la puerta de salida. Intenté abrirla pero mis esfuerzos resultaban inútiles y un tanto ridículos. Tras mi patoso intento de huída permanecí cosa de dos minutos quieto y callado, tanto que en aquel instante me parecieron dos eternidades, observando el silencio de la casa. Sepulcral. La casa parecía estar siglos abandonada. Pasadas las dos eternidades, me adentré en las tinieblas de aquella pesadilla intentando acostumbrar mis ojos a la profunda penumbra pero ni un ápice de luz se vislumbraba en ninguna de las habitaciones. Guiado tan sólo por mis pequeños pasos, no tan certeros como mi curiosidad, me adentré en la que parecía por su tamaño, la sala de estar. Tropecé con cuantos muebles y objetos podrían haber en aquella enorme habitación. La mayoría de ellos cubiertos con sábanas. Al apoyarme en uno de los muebles, una extraña sensación de miedo e inquietud cargó mi cuerpo de adrenalina y me hirvió la sangre como cuando recibes una pequeña descarga. Para estar años abandonada esa casa, la televisión estaba bastante caliente. Demasiadas películas de terror he visto en mi niñez, así que nada más sentir el calor de aquel maravilloso invento me defendí del movimiento de cualquier psicópata que intentara atacarme. Pero en aquella habitación sólo estábamos mi postura de defensa, más bien estúpida, y yo.
Con más canguelo del que tenía al principio me apresure a buscar alguna salida. Cualquier ventana me valía pero si había llegado allí por la fuerza y la puerta estaba cerrada con llave las ventanas del primer piso no iban a ser menos. Con este pensamiento llegué sin darme cuenta, lleno de moratones en las rodillas a causa de los cientos de golpes, al primer escalón de una larga escalinata. Me apoyé en la barandilla pero el polvo era prácticamente pegajoso. Andé sin saber cuando terminaba la escalera, tan sólo puede darme cuenta al llegar al final cuando di un paso en falso y de poco toco con los ojos el suelo. Fue gracias a una de tantas puertas que tenía esa casa que pude mantener el equilibrio. Como recompensa de mi agradecimiento la abrí y un vaho helado penetró en mis venas. El frío duró poco. Algo en aquella extraña casa me hacía pensar que no estaba sólo, que alguien me buscaba o me esperaba. Me giré sin lograr encontrar ninguna silueta. No había nadie pero yo no estaba solo. Entré sin otro amparo que el de la oscuridad en lo que parecía un enorme dormitorio. Al tropezar en la mesa de éste, el tacto de mis manos encontró un fajo de hojas juntas y algunos sobres cerca. Parecía que alguien acabara de abrir o leer esas cartas. Entonces me di cuenta de su presencia. Un sudor frío en mi nuca me hizo sentir que mi respiración no era la única de aquella habitación. De repente caí al suelo. Mis únicos pensamientos fueron los de mi infancia. Papá y mamá junto a mí en aquella playa, yo subido a la terraza, la sonrisa de ellos, mi sonrisa. Es curioso. Siempre vivimos a costa de los malos momentos, de los buenos tan sólo nos acordamos cuando la muerte está a punto de arrebatárnoslos.

sábado, 29 de agosto de 2009

Ya lo Dijo el Poeta

El frío de esta mañana era distinto de las otras al despertarme. Aunque hacía el mismo de siempre yo me encontraba raro. No había cambiado nada respecto a la mañana anterior, es más, parecía que empezaba el buen tiempo. Pero el frío era distinto. Más penetrante. Congelante. Como si todo ahí fuera estuviera bien y en mi interior algún remordimiento quisiera volverme loco. No me lo pude explicar pero empecé a llorar.
Primero poco a poco, vagos recuerdos recorrían mi mente. Una leve sonrisa se dibujó en mis labios que sabían a lágrimas. Pero a los pocos minutos nada podía parar esa lluvia de recuerdos. En el baño, me quedé frente al espejo. Ese era yo, era mi reflejo. No hay duda. Pero no era el mismo que todas las mañanas. Algo en mí había cambiado. No podría decir el qué, no sabría, pero algo había en mí. Rocé mi mano con la del reflejo, hasta tocarla. Me asusté hasta retroceder unos pasos.
Sin control sobre mis pensamientos fui a buscar viejos álbumes de fotos. Los ojeé todos, foto a foto. Buscaba algo pero no sabía el qué. Sólo buscaba. Hasta llegar a aquella foto. Qué guapa era mamá de joven. Otra sonrisa nostálgica: ver fotos de papá cuando aún tenía pelo siempre me ha alegrado. Ahí estoy yo. Cuatro años. A los hombros de mi padre intentando esquivar mis tirones de pelo. Mamá ríe como nunca lo ha hecho. Es verdaderamente feliz. Una extraña melancolía se apoderó de mi ser, parecía que empezara a flotar.
Nunca había mirado esa foto de la misma manera que esta mañana. Es preciosa. Sólo hay que ver lo felices que éramos en ese momento. Seguro que ninguno de ellos dos lo hubiera cambiado por nada. Éramos. Ya lo dijo el poeta, cualquier tiempo pasado fue mejor.
Vuelven las lágrimas. Desconozco el tiempo que lleva esa foto en casa y me doy cuenta ahora. Han pasado más de veinte años desde aquella instantánea. Más de veinte años. Lo qué daría por revivir esos momentos. Pero ahora. Justo ahora me doy cuenta.

La calle es la misma de siempre pero hoy parece distinta. Hasta mis andares los encuentro extraños. Algo me guía, no los domino.
Estoy en frente de la nueva casa de papá y mamá. Yo vivo en la que fue suya desde que se fueron. Hacía muchos años que no los visitaba. Tenía muchas cosas que hacer, la mudanza, el trabajo. Es mentira y lo sé. Todo eran excusas. Supongo que tenía miedo de que estuvieran enfadados. Supongo que nadie quiere ver como sus padres no le contestan. Imagino que no debe ser nada fácil presentarse delante de alguien a quien no ves en muchos años y hacer como si nada. Iba pasando el tiempo y no me atrevía a disculparme.
Las lágrimas recubren prácticamente toda mi cara. Me es extremadamente difícil pronunciar palabras. Sólo balbuceos.
Sin darme cuenta me he plantado delante de ellos. Intento hablarles pero no encuentro ninguna respuesta, ni tan siquiera un “no te he entendido”. No puedo parar de repetirlo: lo siento.
Pero es imposible. No me escuchan. Una enorme piedra de mármol nos separa. En medio están sus dos fotografías. Murieron juntos en aquel atraco. Tres disparos a cada uno. A bocajarro. Eran tremendamente jóvenes. No puedo evitarlo. De rodillas rompo a llorar. Mis manos se apoyan en las fotos de papá y mamá. Las yemas de mis sendas manos acarician sus rostros. Los siento como los acariciaba cuando tenía cuatro años. Entonces nada de lo que estoy viviendo en este justo momento importaba. Todo era perfecto y al pasar el tiempo no me daba cuenta de todo lo que podía perder. Y ahora qué. Tantas cosas que decirles. Tanto tiempo que recuperar. Ahora. Os hecho de menos. Nunca os lo he dicho y siempre me arrepentiré. Os tenía cerca y no me preocupaba. Dejaba pasar el tiempo pero ahora… Ahora ya no hay nada.

Carpe Diem


Pasamos la vida preguntándonos si lo que hacemos está bien o mal, si deberíamos haber hecho una cosa en lugar de otra, si tendríamos que haber ido aquí en lugar de allí, si en lugar de haber ido tendríamos que habernos quedado en casa. Nos pasamos la vida dudando sin darnos cuenta que mientras pensamos la vida va pasando. Pasa y no perdona. Y con ella todas esas dudas que teníamos en su momento quedan sucumbidas al recuerdo, al arrepentimiento. Al pasado.

Creemos aprovechar la vida pero no es así. Nadie la puede aprovechar al completo. Por qué. Es sencillo. Nadie se conforma con lo que tiene. Todos queremos más y más y más. Todos creemos en algún momento ser unos desafortunados, porque no hemos podido tener esto, ir a aquel sitio o hacer lo que está bien. Mentira. Hasta ese momento no pensábamos en ser desafortunados. Esa palabra sólo mide a los afortunados. Porque nosotros somos afortunados hasta la mañana siguiente de darnos cuenta que ha pasado algo que no nos ha gustado, entonces pensamos que la suerte no nos acompaña simplemente porque no queremos afrontar nuestro problema. Pero si quisiéramos, si de verdad lo afrontáramos, seríamos unos jodidos tipos con suerte porque diríamos: aquí estoy yo y no voy a dejar que me jodas. Entonces seríamos los tipos más afortunados del mundo porque no dejaríamos que nada nos quitara las ganas de vivir.
Pero no lo hacemos. Preferimos llorar, como si así la vida nos fuera a perdonar. La vida no perdona y la muerte m
ucho menos. La muerte llega sin avisar, aunque sepamos que queda poco, simplemente desaparece la vida cuando la muerte llega. Es un trueque, un cambio, una injusticia. Nos vemos a las puertas de la muerte y rezamos. Aunque nunca lo hayamos hecho, pero lo hacemos. Creemos que eso nos va a librar. Quién va a hacerlo. Quién va a librarnos. Nadie. Somos imbéciles. Pedimos que nos perdone la vida a aquel que nos la está quitando. Le lloramos y mientras vamos muriendo o vamos viendo como se muere alguien cercano.

De qué sirve llorar. De nada. Pero lloramos. La gente llora porque ama las cosas. Si pierdes algo que quieres, lloras su pérdida. Es una lástima que nos demos cuenta de lo que tenemos cuando lo perdemos. Es una verdadera lástima. Nos arrepentimos. En lugar de aprovechar el momento, a nuestra gente querida, a nuestros amigos. Nuestra vida. Qué es de nuestra vida sin aquellos a quien quieres. Quién es el pirado que guarda en su corazón como mejores momentos aquellos que ha vivido él sólo. Nadie. Pero no nos damos cuenta. Sólo cuando pasa algo malo. Cuando perdemos algo. Y para entonces, muchas veces, suele ser tarde.

viernes, 10 de julio de 2009

Cómo duele

Qué larga es la espera cuando sabes que no va a llegar nadie. Qué fría es la cama cuando nadie te abraza. El solitario café de cada mañana parece que queme más. Aquellas peleas por el uso del baño, ahora se extrañan. La casa vacía. El eco de mis pasos entorpece tu recuerdo, presente siempre encima del fuego de aquella chimenea. Cómo duele cruzarme con tu mirada en cada foto. Debo de estar volviéndome loco, nunca tuvimos una chimenea.
Recuerdo que queríamos comprarla. Andábamos justos de dinero, pero era tan romántico. Poco después llegó tu muerte. Fue el peor día de mi vida. Aquel cabrón.

- Oye tío, nosotros nos vamos
- Por qué tan pronto. Todavía hay fiesta.
- Pero si ya no queda casi nadie.
- No os preocupéis, yo me quedaré con una amiga que he conocido…
- Pues dame tus llaves y vuelve con ella. Está bien, no me mires así, quédatelas. Pero coge un taxi.
- Sí, sí, tranquilo.

Tú no querías venir. Estabas cansada. El niño te causaba problemas, sólo faltaban dos meses para formar nuestra familia. Dos meses. Hoy tendría tres añitos. Pero ni él ni tú estáis. Ya no. Y todo por mi culpa. No sabes cuánto te echo de menos cariño. Las ocho de la mañana, tú me lo decías. Para qué quieres ir tan pronto, tenemos toda la mañana. Tranquilo que es mi hermano, sabrá hacernos un hueco. Yo no te escuché. Sabes que no me gusta esperar en las consultas. Pero yo no te escuché. Discutimos. Y te grité. Esa fue mi despedida. Mis gritos. Pero Dios, quién conduce borracho un viernes por la mañana.

- Será guarra la tía…Que no me giro y se pira con el imbécil ese. Y me deja solo sin más, con este cebollón que llevo encima. Y para colmo no me veo una mierda. Voy a darle caña a la música que veo que me sobo. A ver dónde he dejado ese CD…pero quién coño me está pitando…

Sangre por todos los lados. El coche destrozado y tú…
Antes de chocar te miré. Intenté pedirte perdón por comportarme así, pero no me dio tiempo. Sólo pudimos gritar. Ese coche nos embistió por tu puerta y tú quedaste atrapada entre la chatarra. Recuerdo tus gritos de dolor y me asusté. Quisiera haberme cambiado por ti, por vosotros. Pero sucedió así y no hay día y noche que no me maldiga. Cuando te volví a mirar, tú me observabas y tus ojos me perdonaron. Recuerdo esa mirada, tan dulce, tan trasparente. Como cuando éramos jóvenes. Nunca el pasado ha sido tan traicionero. Después tu silencio. Largo. Muy largo. Demasiado. Me deshice como pude de todo lo que me apretaba y te alcancé. Tu nombre salía del poco hálito que tenía en ese momento pero recorría cada centímetro del coche. Aún así, no había respuesta. Sólo silencio. Me miraste y no pudiste hablar. Tus ojos. Lo comprendí todo. Mis manos temblorosas saltaban de un lado a otro de tu cuerpo como si no lo conociesen. Estaban asustadas, igual que yo. Lleno de sangre, de tu sangre, te abracé y me quede paralizado. El único movimiento de mi cuerpo resultaron ser las convulsiones de mis llantos. Tú te habías ido, para siempre. Y contigo mi alma. Ya no he vuelto a ser el que era. Quiero estar contigo cariño pero soy demasiado cobarde, no me atrevo. Si yo no hubiera sido tan egoísta. Si ese tío…
Qué difícil resulta vivir cuando a nadie le importa. Cómo duele comprarte flores cada mañana si no puedes olerlas, limpiar tu lápida mientras te cuento siempre lo mismo. No sabes que triste es el amor cuando no queda esperanza, ni cómo duelen las lágrimas que llevan tu nombre.

domingo, 28 de junio de 2009

Si es fuerte nadie lo rompe

Las luces tenues de las velas iluminaban la pequeña sala de estar, irónicamente, la más grande de la casa. Pero ello jamás le importó a Sofía. Su amor por Manuel era más grande que cualquiera de las miserias que habían vivido. El baile de las velas lo marcaba la fiel brisa que entraba cada noche por esa ventana, abierta unos centímetros para que todo lo que pudiera salir de esa casa entrara a su antojo. Una de las cortinas seguía el ritmo de las velas y, desde la vista de la silla de Sofía, mostraba y ocultaba un mueble-estantería, viejo y gastado por el tiempo, lleno de viejos recuerdos del pasado atrapados, en forma de instantánea, en el presente. En una de ellas se aprecia claramente a Manuel, en una atracción de feria, riendo, como siempre lo ha hecho. Pegada a él una niñita de seis años con toda la vida por delante y cogida al brazo de ese joven hombre, como si no quisiera perderlo jamás, como si siempre fuera a estar a su lado. En otro hueco, un retrato más antiguo. Manuel y su hermano mayor, fallecido un par de años atrás. El rostro del más pequeño apenas supera los quince años y muestra una gran sonrisa, digna de un niño feliz. La misma sonrisa que aparece en otro retrato más grande. De verdad parece tan feliz. De pie, está agarrado a una joven muchacha que lo mira y sonríe alegremente, como si nada más importara. Va vestida de blanco, con una larga cola. Debe de ser Sofía. Debajo hay una fecha señalada: 12 de noviembre de 1962. Cuarenta y siete años casados. Quién lo diría.
Hoy es 12 de octubre y como cada doce de cada mes, Manuel prepara una sabrosa cena a su mujer para celebrar que el tiempo, amigo fiel de la soledad, no ha separado jamás estos dos corazones. Cierto es que ha habido unas cenas mejores que otras, pero sólo en lo que respecta al alimento porque Manuel sabe que en cada cena, su amor hacia Sofía ha sido mayor que en la de cualquier mes ya pasado.Manuel está sentado en su silla, mirando de frente la de Sofía. Estira su brazo derecho para cogerle su mano izquierda pero un pitido lo detiene. Es el horno. El pollo está listo. Manuel se levanta con una pequeña sonrisa, bien por sentirse un poco ruborizado después de más de 40 años, bien por la cena. Este mes ha tenido que hacer algún gasto de más y la pensión que gana le impedía comprar las langostas que tenía previsto. Pero sabe que Sofía nunca ha mirado precios. Sabe que su amor siempre ha sido sincero.
Manuel regresa de la cocina. Al volver, tiene de frente el mueble-estantería. Su mirada queda fija en él, una de las instantáneas atrapadas en el presente le lleva a un pasado que recuerda cada doce de cada mes. Un extraño recuerdo le invade alma y corazón y lo rompe en mil pedazos, igual que el plato que traía para Sofía el cual deja desnudo en el suelo ese pollo que nunca volverá a prepararse con tanto amor. Desplomado, cae en la silla y revienta a llorar como lloraba el día del entierro de Sofía. Recuerda a su única hija agarrada a su brazo, como en aquella foto cuando era pequeña en la atracción de feria. Ninguno de los dos, igual que ahora Manuel, podía para de llorar, de hecho, ninguno quería. Cada una de las lágrimas reflejaba un recuerdo de Sofía. Y aunque la vida de alguien no tenga que depender de las lágrimas derramadas tras su muerte, pueden contarse una a una, recuerdo a recuerdo, y queramos o no están ahí y son reales. Como el amor de dos corazones a los que ni la fría muerte es capaz de separar su mismo latir.

jueves, 18 de junio de 2009

Luna llena

Oscura y brillante. Hacía una noche espléndida, radiante, sensual. Infinidades de estrellas, cada cual más brillante, flotaban cerca de esa poderosa luna llena que invitaba a los amantes a desaparecer en la oscuridad de la noche, a llamar a su pareja, a mentirle.
O tal vez no. Tal vez el cielo incitaba a que iba a llover y las nubes tapaban la hermosura conexión entre estrellas y amantes. Lo cierto es que no necesité mirar al cielo. Mientras ella acercaba sus carnosos labios a los míos yo intentaba, de una forma un tanto patosa, dejar la copa sobre el muro de mi terraza. Sin apenas tiempo para dejar la bebida, mis manos agarraban fuerte, con pasión, el pelo de ella mientras las suyas apretaban mi espalda contra su cuerpo. La fina seda blanca de su blusa, medio desabrochada, apenas era muro para sentir sus senos sobre mi torso desnudo. Pronto, mis labios, dominados por la lujuria, descendieron sobre su cuello, alargado como quien quiera mirar el techo y no logra alcanzarlo. Sus suaves, pero constantes, jadeos impulsaban mis manos para deshacerse de aquella blusa lo más rápido posible. Mientras sentía el volumen de sus pechos en mi lengua, poco a poco, nuestros cuerpos iban familiarizándose con el suelo de aquella terraza ante la mirada de mi copa de vino, todavía llena.
Ella no podía aguantar más y no esperaba a que lo hiciera yo. Una vez desabrochados sus ceñidos vaqueros, mi cabeza, en plena conexión con mi pelvis descendía por su plano vientre al cual le entraban pequeños escalofríos de excitación. Su fina ropa interior en frente de mis ojos me llevaba a jugar un poco con ella. Una vez quitados sus pantalones, sus piernas eran mías. Los dulces paseos de mis labios sobre su piel no pasaban desapercibidos en el cuerpo y excitación de ella. Sus ganas de sentir mi lengua en contacto con su bajo vientre se hacían notar cuando esas pequeñas manos se entrelazaban en mi cabello incitándome a subir unos centímetros. Sus leves gemidos pasaban a un pequeño grito mientras su cadera, con vida propia, iba y venía al son de mi lengua. Sin dar tiempo a terminar, sus manos subían rápidamente mi cabeza hasta llegar a sus senos donde era apretada con fuerza. Mis manos ayudaban a mis labios los cuales lamían y lamían cada centímetro de su piel. Mis cinco sentidos estaban expuestos a sus dominios. A la misma vez, y todavía con los pantalones puestos, mi sexo se frotaba con su sexo desnudo.
Pronto dejó de ser un problema y ella, dominada por el calor de aquel ambiente, llevaba su mano izquierda a mi pelvis la cual al sentir el contacto de carne distinta disfrutaba de una placentera sensación. Sin ver su cara, tapada por el pelo, sentía sus cabellos bajar por mi abdomen hasta notar que mi sexo empezaba a humedecerse. Ella empezaba su agradecimiento. Yo miraba hacia arriba pero no encontraba estrellas. Estaba sobre tres metros de ellas.

jueves, 4 de junio de 2009

La rutina amanece

Empieza a salir como cada mañana, oigo el cantar de los pájaros. Deben de ser un poco más de las 6. No hay ninguna nube, los rayos dorados han llegado hasta mi ventana, abierta para dejar entrar los dulces besos de la noche y sentir sus caricias. A pesar del calor de la mañana, en mi cama hace frío. Demasiado grande para compartirla con nadie, el hueco que no tapa mi piel lo recubre la cruel soledad.
Suena el despertador, tan puntual como de costumbre. Mi patosa mano derecha no logra tropezar con él. A pesar de conseguirlo mi cuerpo sigue como al principio. Tapado y sin el menor intento de moverse. Por fin, el poderoso astro alcanza el nivel de mis ojos. Mi cuerpo se ve obligado a darle la espalda. De lado, observo el resto de la cama. Nada. Sólo sábanas.

Tras varios pasos llego hasta el baño. La ducha esta fría, me recuerda a todo mi pasado. Ahora mismo, llega el momento soñado para alguien como yo. Dentro de la bañera, desnudo, como mi corazón, mi cuerpo, ajeno a mi alma, siente el agua caer sobre mí. Mientras tanto, mis sentimientos se van cruzando con el descender de cada gota, rendida a la fuerza de la gravedad. Una a una van sucumbiendo, desde la cabeza hasta llegar a los pies para acabar muriendo, como todo en esta vida, dentro de esa tubería que las llevará, con esa espiral que la caracteriza, a otra vida. Una espiral de la que no hay cómo salir. Donde todo llega. Donde todo pasa.

Mientras preparo el desayuno mi mirada está perdida en algún punto de la cafetera. Qué ironía, pienso. Una solitaria tostada y café solo para empezar el día… Ya está listo. Es hora de cargar fuerzas. El día y la soledad esperan.

lunes, 25 de mayo de 2009

Nadie dijo que fuera fácil.

Laura ya ha vuelto a casa, aunque en la realidad que vive su nombre importa más bien poco. De edad joven, su rostro está envejecido. Duro es el trabajo del turno de noche. Abre la puerta, rendida por luchar a cada luna y seguir adelante. Observa, quieta, en el umbral de la puerta, el interior de su casa. Es pequeña y vive de alquiler. Sabe que no hay nada de valor, ni el más misero ladrón perdería el tiempo entrando en ese zulo, ¿quién coño va a robar en esta miseria?
Su pregunta es inevitable, qué me ha pasado, cómo he llegado hasta este extremo…Laura no puede dejar de lamentarse, retroceder en su vida, su adolescencia perdida.
En qué estaría pensando cuando era tan sólo una niña. Es evidente que papá no ayudaba y mamá estaba demasiado ocupada intentando salvar su vida. Pudo irse de casa si hubiera tenido más valor, “joder mamá, yo era sólo una cría, no podía decidir por las dos. Si hubiéramos huido. Si ese cabrón hubiera desaparecido…” Pero es el problema del tiempo, que siempre avanza. De nada sirve hablarle a una lápida.
Pero Laura creció y se las tuvo que apañar siempre ella sola.
Con 12 años su cuerpo empezaba a desarrollarse a gran velocidad hasta parecer el de una joven hermosa de 20. Los chicos se la rifaban y Laura nunca puso resistencia en ello. Era una forma de evadirse de su casa, de su entorno, de su vida. De su mundo. Además, no se podía quejar. Disfrutaba con el sexo. Lo que nunca pensó Laura es que los problemas no desaparecían, sino que se iban acumulando y volvían cuando regresaba al infierno que otra familia más normal llamaría hogar.
Pronto terminó esa vida o al menos en esa casa, porque la mala suerte del diablo le acompañaría el resto de su existencia y aquel día fue el primero de su destino. Papá, como de costumbre, volvió borracho a casa. Forzó a mamá, como tantas otras veces, a practicar el sexo pero mamá se defendió y le soltó un puñetazo. El cruel hombre quedó paralizado. Esto nunca le había pasado. Sin saber bien que hacer y lleno de cólera encerró a mamá en una habitación bajo llave, “te vas a enterar”, pensó. Así que fue decidido a lo único que amaba esa “zorra” en la vida: Laura.

Abatida, desconsolada. Muerta. En el incómodo sillón de la sala de estar-cocina han caído como si de plomo se tratara cincuenta quilos del pasado en forma de cuerpo de mujer. Laura no puede evitar recordar después de cada jornada nocturna aquel incidente que tuvo con su padre, quien más tarde con la sangre fría que atesora a un demente quitó lentamente la vida de mamá. Despacio, con todos los detalles, mientras ella agonizaba, contaba lo que le había hecho a su hija, segundo a segundo. Paso a paso.
Con los ojos hinchados, no de llorar sino de rabia, Laura se levanta de un brinco. Durmiendo está su pequeña hija Laura, que, como ella, ha heredado el único recuerdo agradable del pasado: el nombre de su madre. Una sonrisa sale de su rostro. Laurita es por lo único que vale la pena seguir y luchar contra tantas adversidades.

Ahora es de noche. Laura se ha puesto su falda negra y ceñida, pero sobre todo corta. Muy corta. Sin olvidar de su escote. “Una buena fachada”. Eso es lo que les gusta a los clientes. Mientras espera en la mediana, el infierno que prometió no deshacerse nunca de ella está regresando como cada noche.

Pronto, otro cliente le gritará lo que, muy a su pesar, Laura nunca ha podido olvidar de aquella noche. Su padre, lleno de ira, jadeando esas barbaridades a la oreja de su propia hija. Barbaridades que recuerda con cada cliente.
“Vamos zorra de mierda, chúpamela”. “Sé que ya lo has hecho otras veces, qué crees ¿qué no sé que te gusta?”


Ya empieza... Ahí llega un coche. “Vamos Laura, se fuerte. Piensa en Laurita, ella no eligió a su padre.”


martes, 19 de mayo de 2009

Sólo Tú

De repente..
la amé tanto como para olvidarme de mí mismo, de mis autocompasivas desesperaciones, y contetarme pensando en que iba a hacer algo que a ella le haría feliz.