miércoles, 2 de junio de 2010

Siempre te querré

Lo intentas, pero llega un momento que no puedes evitarlo. Lloras. Ves su cuerpo muerto, que esconde un alma que intenta vivir. Un tubo que atraviesa su boca separa la vida de la muerte, nunca antes la realidad de la tierra había estado tan ligada a ese mundo desconocido. Nunca el final había estado tan cerca del principio.
La visita es de dos en dos, la sala de espera se va aglomerando. Los familiares empiezan a llegar. Se forma un círculo de rostros serios, de miradas cómplices, pero sobre todo, de miradas perdidas. Todo el mundo se hunde en sus pensamientos pero todos piensan lo mismo. Sin embargo, la conversación es inevitable, los familiares hablan de cómo se han enterado, se explica qué ha pasado, las reacciones. Tú ya te sabes esa historia, la has escuchado mil veces y te quema, te duele, te quieres desprender de ella, quieres no saber nada, borrarlo. Pero es la realidad, y ésta duele. Empiezas a dar vueltas en pequeños círculos, pero las voces que intentas evitar suenan en tu cabeza, las mismas frases se repiten una y otra vez. “Estaba durmiendo cuando ocurrió”, “no podía respirar”, “le ha comido las neuronas”, “al menos no ha sufrido”, “no le ha dado tiempo ni a quejarse”. Una y otra vez, y tú no lo puedes evitar. No quieres, pero entras en la conversación, y una de esas frases que tanto odias y temes sale de tu boca.
Sigues dando vueltas, mamá está dentro y te toca entrar a ti. Al entrar a la sala, la indumentaria verde te espera. Equipado, observas todas las habitaciones, cada cual con su desgracia, cuántas lágrimas se habrán derramado entre estos cristales.
Ahí está. Quieto, enganchado a esos cables, a esa máquina. Su pierna izquierda hace un pequeño movimiento al son de la respiración, te sorprende, antes estaba paralizada. Al pasar cerca de sus pies, los acaricias y una voz en tu interior lo llama pero de tus labios sólo salen sollozos inentendibles. Mamá te observa y te deja avanzar. Una mano acaricia su brazo muerto, lo miras, observas la tecnología que lo mantiene todavía con vida. Miras el tubo, su boca, contemplas su respiración. Sigues acariciándolo intentando decirle algo. Que lo echas de menos, que no quieres que se vaya, que sea fuerte, que aquí están todos con él. No te sale nada pero sigues acariciándolo, él te tiene que sentir. Mamá le toca los pies y le riñe, mira que darnos estos sustos, cuando vuelvas a casa te vas a enterar –se frota los ojos –eh papá…Al acariciarle los pies, el abuelo los aparta, lo siente y tiene cosquillas. Quién no tiene cosquillas en la planta de los pies. Entonces mamá ríe entre lágrimas. Parece feliz, un hálito de esperanza llena sus ojos hinchados de llorar. Vuelve a reír, más bien sonríe. Mira, dice, si papá tiene cosquillas eh. Mira, repite, nos está sintiendo. Sabe que estamos aquí. Entonces intentas hablar con él, abuelo –llegas a decir –pero no puedes más. Le coges fuerte su mano, para que te sienta y ya no lo puedes evitar. Lloras. No sólo lloras, caes desecho encima de él, literalmente. Mamá te coge, sé fuerte. Ninguno quiere se vaya, pero lo hará, se irá. Tú lo sabes, todos lo saben.


Así es la muerte, incluso cuando todavía hay vida. Es una muerte lenta, de una vida triste. Como una vela, va consumiéndose poco a poco, hasta el momento que se apague del todo del mismo modo que entró en áquel hospital. Se trata de añorar lo que en su día fue y tenerlo que ver día tras día en cómo se convertirá cuando ya no lo podamos visitar, cuando esa caja lo acoja y la piedra de mármol lo separe para siempre del mundo.