domingo, 28 de junio de 2009

Si es fuerte nadie lo rompe

Las luces tenues de las velas iluminaban la pequeña sala de estar, irónicamente, la más grande de la casa. Pero ello jamás le importó a Sofía. Su amor por Manuel era más grande que cualquiera de las miserias que habían vivido. El baile de las velas lo marcaba la fiel brisa que entraba cada noche por esa ventana, abierta unos centímetros para que todo lo que pudiera salir de esa casa entrara a su antojo. Una de las cortinas seguía el ritmo de las velas y, desde la vista de la silla de Sofía, mostraba y ocultaba un mueble-estantería, viejo y gastado por el tiempo, lleno de viejos recuerdos del pasado atrapados, en forma de instantánea, en el presente. En una de ellas se aprecia claramente a Manuel, en una atracción de feria, riendo, como siempre lo ha hecho. Pegada a él una niñita de seis años con toda la vida por delante y cogida al brazo de ese joven hombre, como si no quisiera perderlo jamás, como si siempre fuera a estar a su lado. En otro hueco, un retrato más antiguo. Manuel y su hermano mayor, fallecido un par de años atrás. El rostro del más pequeño apenas supera los quince años y muestra una gran sonrisa, digna de un niño feliz. La misma sonrisa que aparece en otro retrato más grande. De verdad parece tan feliz. De pie, está agarrado a una joven muchacha que lo mira y sonríe alegremente, como si nada más importara. Va vestida de blanco, con una larga cola. Debe de ser Sofía. Debajo hay una fecha señalada: 12 de noviembre de 1962. Cuarenta y siete años casados. Quién lo diría.
Hoy es 12 de octubre y como cada doce de cada mes, Manuel prepara una sabrosa cena a su mujer para celebrar que el tiempo, amigo fiel de la soledad, no ha separado jamás estos dos corazones. Cierto es que ha habido unas cenas mejores que otras, pero sólo en lo que respecta al alimento porque Manuel sabe que en cada cena, su amor hacia Sofía ha sido mayor que en la de cualquier mes ya pasado.Manuel está sentado en su silla, mirando de frente la de Sofía. Estira su brazo derecho para cogerle su mano izquierda pero un pitido lo detiene. Es el horno. El pollo está listo. Manuel se levanta con una pequeña sonrisa, bien por sentirse un poco ruborizado después de más de 40 años, bien por la cena. Este mes ha tenido que hacer algún gasto de más y la pensión que gana le impedía comprar las langostas que tenía previsto. Pero sabe que Sofía nunca ha mirado precios. Sabe que su amor siempre ha sido sincero.
Manuel regresa de la cocina. Al volver, tiene de frente el mueble-estantería. Su mirada queda fija en él, una de las instantáneas atrapadas en el presente le lleva a un pasado que recuerda cada doce de cada mes. Un extraño recuerdo le invade alma y corazón y lo rompe en mil pedazos, igual que el plato que traía para Sofía el cual deja desnudo en el suelo ese pollo que nunca volverá a prepararse con tanto amor. Desplomado, cae en la silla y revienta a llorar como lloraba el día del entierro de Sofía. Recuerda a su única hija agarrada a su brazo, como en aquella foto cuando era pequeña en la atracción de feria. Ninguno de los dos, igual que ahora Manuel, podía para de llorar, de hecho, ninguno quería. Cada una de las lágrimas reflejaba un recuerdo de Sofía. Y aunque la vida de alguien no tenga que depender de las lágrimas derramadas tras su muerte, pueden contarse una a una, recuerdo a recuerdo, y queramos o no están ahí y son reales. Como el amor de dos corazones a los que ni la fría muerte es capaz de separar su mismo latir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario