jueves, 3 de septiembre de 2009

El Ayer

Oscuridad. Sólo oscuridad. No había nada más en aquella enorme casa. Aunque más que una casa parecía una catedral separada del resto del mundo en la que todo lo malo salía de aquellas habitaciones. Cuando desperté, me encontraba en el suelo a medio metro de la puerta de salida. Intenté abrirla pero mis esfuerzos resultaban inútiles y un tanto ridículos. Tras mi patoso intento de huída permanecí cosa de dos minutos quieto y callado, tanto que en aquel instante me parecieron dos eternidades, observando el silencio de la casa. Sepulcral. La casa parecía estar siglos abandonada. Pasadas las dos eternidades, me adentré en las tinieblas de aquella pesadilla intentando acostumbrar mis ojos a la profunda penumbra pero ni un ápice de luz se vislumbraba en ninguna de las habitaciones. Guiado tan sólo por mis pequeños pasos, no tan certeros como mi curiosidad, me adentré en la que parecía por su tamaño, la sala de estar. Tropecé con cuantos muebles y objetos podrían haber en aquella enorme habitación. La mayoría de ellos cubiertos con sábanas. Al apoyarme en uno de los muebles, una extraña sensación de miedo e inquietud cargó mi cuerpo de adrenalina y me hirvió la sangre como cuando recibes una pequeña descarga. Para estar años abandonada esa casa, la televisión estaba bastante caliente. Demasiadas películas de terror he visto en mi niñez, así que nada más sentir el calor de aquel maravilloso invento me defendí del movimiento de cualquier psicópata que intentara atacarme. Pero en aquella habitación sólo estábamos mi postura de defensa, más bien estúpida, y yo.
Con más canguelo del que tenía al principio me apresure a buscar alguna salida. Cualquier ventana me valía pero si había llegado allí por la fuerza y la puerta estaba cerrada con llave las ventanas del primer piso no iban a ser menos. Con este pensamiento llegué sin darme cuenta, lleno de moratones en las rodillas a causa de los cientos de golpes, al primer escalón de una larga escalinata. Me apoyé en la barandilla pero el polvo era prácticamente pegajoso. Andé sin saber cuando terminaba la escalera, tan sólo puede darme cuenta al llegar al final cuando di un paso en falso y de poco toco con los ojos el suelo. Fue gracias a una de tantas puertas que tenía esa casa que pude mantener el equilibrio. Como recompensa de mi agradecimiento la abrí y un vaho helado penetró en mis venas. El frío duró poco. Algo en aquella extraña casa me hacía pensar que no estaba sólo, que alguien me buscaba o me esperaba. Me giré sin lograr encontrar ninguna silueta. No había nadie pero yo no estaba solo. Entré sin otro amparo que el de la oscuridad en lo que parecía un enorme dormitorio. Al tropezar en la mesa de éste, el tacto de mis manos encontró un fajo de hojas juntas y algunos sobres cerca. Parecía que alguien acabara de abrir o leer esas cartas. Entonces me di cuenta de su presencia. Un sudor frío en mi nuca me hizo sentir que mi respiración no era la única de aquella habitación. De repente caí al suelo. Mis únicos pensamientos fueron los de mi infancia. Papá y mamá junto a mí en aquella playa, yo subido a la terraza, la sonrisa de ellos, mi sonrisa. Es curioso. Siempre vivimos a costa de los malos momentos, de los buenos tan sólo nos acordamos cuando la muerte está a punto de arrebatárnoslos.

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